Una fría noche de invierno, un asceta errante pidió asilo en un templo. El pobre hombre estaba tiritando bajo la nieve, y el sacerdote del templo, aunque era reacio a dejarle entrar, acabó accediendo:
– Está bien, puedes quedarte, pero sólo por esta noche.
– Esto es un templo. No un asilo.
– Por la mañana tendrás que marcharte.
A altas horas de la noche, el sacerdote oyó un extraño crepitar. Acudió raudo al templo y vio una escena increíble: el forastero había encendido un fuego y estaba calentándose. Observó que faltaba un Buda de madera, y preguntó:
– ¿Dónde está la estatua?
El otro señaló al fuego con un gesto y dijo:
– Pensé que iba a morirme de frío.
El sacerdote gritó:
– No me lo puedo creer.
– ¿Sabes lo que has hecho?
– Era una estatua de Buda.
– ¡Has quemado al Buda!
El fuego iba extinguiéndose poco a poco. El asceta lo contempló fríamente y comenzó a removerlo con su bastón.
– ¿Qué estás haciendo ahora?, dijo el sacerdote.
– Estoy buscando los huesos del Buda que, según tú, he quemado.
Más tarde, el sacerdote contó lo occurido a un maestro zen, el cual le dijo:
– Seguramente eres un mal sacerdote.
– Has dado más valor a un Buda muerto que a un hombre vivo.
Fuente: cuento Zen, autor desconocido